viernes, 10 de septiembre de 2010

Al estilo de Sue Grafton



Mi nombre es Kinsey

A veces hacemos cosas que jamás pensamos que seríamos capaces de hacer. Como amenazar a alguien que amamos con una navaja, mentir para hacer daño o desear que la perra se muera solamente porque hizo pis en la alfombra del living. Pasada la sorpresa, se convierte en un aprendizaje. Nos miramos a nosotros mismos y entendemos que no nos conocemos para nada.
Esa mañana entré el auto por la huella del garage después de mirar bien hacia todos lados para comprobar que nadie prestaba atención a lo que yo hacía. Estacioné pegada a la puerta de entrada con la esperanza de que los arbustos, aunque habían sido podados, impidieran que se viera desde la calle. Con naturalidad bajé a la perra del auto y di vuelta a la casa. Si alguien me sorprendía, tenía pensado decir que estaba buscando un plato para darle agua. En el camino probé todas las puertas, aunque ya suponía que había cambiado las llaves.
La casa era un producto aberrante de la arquitectura de los sesenta. Seis módulos alineados de techos abovedados de cemento. Con el tiempo se le habían hecho mejoras: las ventanas eran más grandes y se habían agregado dos puertas ventanas, una en el living y otra en el escritorio. La última vez que había estado en la casa, o sea, cuando todavía vivía ahí, se podía entrar aún sin llaves por la puerta ventana del escritorio, ya que nunca le habíamos puesto los cerrojos. Probé y tuve suerte: o no se acordaba de este detalle, o el cortafuego obsesivo de Alejandro se había detenido justo antes de hacer esa reparación.
Hacía dos semanas que me había mudado a la capital. Al día siguiente los chicos se fueron de vacaciones con el padre, así que me quedé sola. Dos semanas tristísimas en las cuales no hice mucho más que llorar a cualquier hora y por cualquier motivo, comer sandwiches de pan lactal con lechuga, mayonesa y mucha sal, y leer otra vez la colección completa del Abecedario del Crimen de Sue Grafton, de la A a la R, el último publicado en español, salteándome la G, que nunca pude conseguir, y la H, que no me había gustado. Todas las novelas empezaban igual: “Mi nombre es Kinsey Millhone, y soy detective privado.”
Una vez adentro miré a mi alrededor prestando atención a cada detalle para dejar todo tal cual lo había encontrado. Alejandro se había vuelto un poco paranoico después de la separación. Supuse que había tomado sus recaudos y que, quizás, hasta había sido capaz de dejar alguna trampa. Todo estaba ordenado casi con cuadrícula, como me lo esperaba: siempre fue un virgo neurótico. Las pilas de cds parecían soldadas de tan parejas. Ningún libro sobresalía de los estantes. El escritorio estaba pelado salvo por la pantalla de la computadora (nueva, plana, que yo desconocía) y el teclado acomodado exactamente delante de ella, el mouse alineado a dos centímetros del costado del teclado, rígido y vigilante como un granadero. Por un momento, dudé: ¿sería capaz de mantener esas paralelas perfectas, esas superficies lustrosas sin señales de dedos o de que alguna criatura viva las hubiese tocado alguna vez? Pensé en Kinsey Millhone, mi heroína de todos los detectives privados de la literatura, mi maestra de la A a la R. Kinsey era rea y desordenada, y sin embargo conocía todos los trucos para no dejar señales de su paso.
Descarté la computadora: seguramente tenía una contraseña, y a esta altura, después de haberle hackeado quince cuentas de correo y chat sin que se diera cuenta, y de haber cometido la estupidez de decírselo en un arranque de vanidad y venganza, el tipo se había avivado y ya no usaba la fecha de su cumpleaños, ni la de nuestro aniversario (hay que tener coraje), ni la combinación de teclas y números de la patente del auto, ni ninguna otra que yo hubiera podido descubrir en el último mes y medio, y no es que no le hubiera dedicado tiempo. Al principio fue fácil. Alejandro es un narcicista, y todas las claves tenían que ver con él. Además, se creía tan impune que se daba el lujo de poner sus iniciales, su número de documento y, creativo al fin, repetirlas agregándoles “new”: alenew, alejinew, 020958new. Las más sofisticadas recordaban algunas de sus aventuras (nombres de barcos que el papá le había comprado y clubes extranjeros en los que había jugado al tenis cuando viajaba), libros o autores que se preciaba de leer. La más fácil fue Abulafia: los dos habíamos gozado con el Péndulo de Foucault.
La puerta que daba al playroom estaba cerrada. Hice una nota mental de dejarla así antes de irme. A medida que fui avanzando por los distintos ambientes me di cuenta de que todas las puertas divisorias estaban cerradas. Mejor, más difícil hubiera sido recordar cuál estaba abierta y cuál no. Al entrar en la cocina encontré el retrato del obsesivo de manual: todas las alacenas estaban abiertas para ventilar el contenido. Lo mismo las puertas del horno, la heladera (vacía y también nueva) y el microondas. El tacho de basura exhibía su boca impecable por fuera de su nicho debajo de la pileta. El ambiente estaba saturado de olor a Raid, confirmándome la sensación de que ningún ser vivo habitaba la casa.
Puedo describir el estado de la casa como si fuera un promotor inmobiliario o un agente del FBI. Lo cierto es que dentro mío se agitaban emociones tsunami. Era como verlo desnudo, todos sus miedos, sus prevenciones, su necesidad de control, sus obsesiones, en fin, su vacío existencial: la inanimidad de los objetos como metáfora de su vida. A veces me faltaba el aire al darme cuenta de que había convivido veinticuatro años con ese maniático. Y que todavía lo quería.
El cuarto de los chicos estaba igual. Sólo se habían llevado algunas cosas en la mudanza, y habíamos elegido juntos los muebles y acolchados nuevos para el departamento. No habría secretos ahí, así que lo dejé tal cual estaba.
Al final del pasillo tomé aire para entrar a nuestro dormitorio. No conocía la cama, y la colcha bordó exhalaba un perfume que no era mío. Tampoco era precisamente femenino, más bien el aroma un poco rancio de la cama de un hombre solo. El cajón de la mesa de luz -una sola, del lado que había sido mío, el más cercano a la ventana-, contenía el típico menjunje de tornillos huérfanos, aspirinas, alicate, boletas y recibos de tarjetas de crédito en las que no encontré nada sospechoso. En el placard, algunas prendas nuevas delataban su regreso a la adolescencia: un suéter negro y estrecho de escote en V, una campera de cuero cuidadosamente avejentada en fábrica, dos pares de zapatones abotinados al lado de los viejos mocasines náuticos que no se sacaba ni para dormir.
Nada. No encontré ningún rastro de ella. No había fotos, ni cartas, ni una bombacha enredada debajo de la cama. No había calzoncillos nuevos de seda, velas ni aceites orientales para masaje; no encontré forros fluorescentes o texturados, ni siquiera una marca de rouge en las almohadas. La única foto, sobre la cómoda de roble, era de nuestros hijos a caballo, en el campo, hacía tres o cuatro veranos. No había otro cepillo de dientes en el botiquín del baño ni cremas anti-age; no había tampones ni gorra de baño. El tipo vivía solo.
Detrás de la puerta del baño colgaba la bata de toalla azul, la de siempre, la que usaba desde que era soltero. Enterré la cara en la tela y lloré durante quince minutos.
Afuera, la perra ladraba y rascaba la puerta. Cerré todo con cuidado y salí. Me sentía bien. Subí la perra al auto y enfilé hacia la Panamericana. Me tomó seis puentes borrarme la sonrisa estúpida de la cara. A la altura de Olivos ya estaba pensando cómo haría Kinsey Millhone para entrar ilegalmente en el departamento de ella.

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