lunes, 20 de septiembre de 2010

El encantador de palomas


Cuentan que en Plaza de Mayo, hacia 1930, había un encantador de palomas llamado Benito. El hombre, bigotes mostachos y guardapolvo blanco, hacía sonar un silbato y, de acuerdo al tipo de silbido, las aves bajaban a comer o salían volando. En días de fiesta, Benito tentaba a las palomas con maíz, las sostenía con ternura entre sus manos, besaba sus cabecitas redondas y después, sin que se resistieran, con un pincel de brocha gorda les pintaba las alas de distintos colores. Cuando levantaban vuelo, el público aplaudía el arco iris inesperado.
La necesidad de embellecer aquello que queremos es parte de nuestra naturaleza, aunque resulte dañina. Cuántas veces decoramos a las personas para que se parezcan más a lo que desearíamos que fueran. Kilos de merengue, cerezas marrasquino y bolitas de colores para esconder las imperfecciones que nos hieren, las limitaciones que no queremos ver. Y así nos convencemos de que ese alguien amado es el espectro complementario de nuestros propios colores. Creemos que juntos somos el arco iris perfecto. Olvidamos que el color es sólo una ilusión creada por la luz que reflejamos en el objeto. El otro se construye en la mirada del enamorado. Deja de ser quien es para ser quien pretendemos que sea. Y brilla majestuoso hasta que el foco de luz se corre y vemos, a veces con espanto, los grises, las abolladuras, las cicatrices. Entonces nos enojamos, nos sentimos defraudados. Pensamos que nos lo hicieron a propósito. Que nos mintieron.
¿De qué color serán las alas que me pinta el que hoy me ama? ¿Qué habrá visto en mí el que me dejó de amar cuando se puso el sol?

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