lunes, 16 de mayo de 2011

Vista al Botánico

Una amiga se separó y está buscando departamento. El sábado a la tarde la acompañé y descubrimos esta joyita.









Abrió la puerta del ascensor y nos metimos los tres adentro.
-Suerte que yo ya bajé más de quince kilos...- dijo Schenkman, acariciándose el abdomen.
Marcela y yo no nos miramos. Un mínimo cruce y hubiéramos soltado la carcajada. Schenkman era un barrilito, pero nos hablaba como si nosotras fuéramos dos ballenas metidas a la fuerza en esa lata de sardinas.
-Y yo no soy para nada del tipo que le interesa tener los abdominales marcados. No es una prioridad.
-Claro, se nota- dijo Marcela revoleando los ojos. –Parecés demasiado inteligente para esas pavadas.



-Ahora me siento muy bien. Y eso que estoy por cumplir los treinta.
No sabía cómo íbamos a aguantar ocho pisos sin poder hacer un aparte para afilar nuestras lenguas. El ascensor era lento, y Schenkman parecía dispuesto a contarnos su vida.
-¿En serio? Parecés mucho más chico- dije, para darle letra.
-Es la vida sana. Gimnasio, dieta, un poco de orden en la vida. Yo era el típico gordito que comía mal. Hamburguesas, frituras, mucho hidrato. Hasta que mi vieja me puso a hacer la antidieta. ¿La probaron? –preguntó, mientras trataba de calcular el peso de nuestras carnes a pesar de la escasa perspectiva. ¿Qué vería, apretados como estábamos y siendo apenas un poco más alto que yo? Quizás supiera calcular el volumen a partir de la comba de la frente o del remolino que se me hace justo en la mollera.
-Es obvio que no- dijo Marcela. –Nos vendría bien bajar algunos kilos.
-Si querés dejame tu mail y te la paso. A mí me cambió la vida.
Los cuatro pisos que faltaban se dedicó a explicarnos porqué no conviene mezclar un bife con puré de papas, además de las ventajas de desayunar verduras cocidas. Marcela me estaba amoratando la piel de tanto pellizcarme por atrás en el rollo de la cintura.
Llegamos al palier del piso ocho. Antes de abrir la puerta del departamento yo ya había decidido que no me iba a gustar. Seis puertas, tres a cada lado del ascensor, se abrían al pasillo oscuro, recubierto en salpicré grisecito. Schenkman apretó un botón y la luz se encendió con un chasquido.
-El edificio tiene un sistema para que las luces se apaguen al ratito. Todos los detalles están cuidados para que las expensas sean accesibles.
Parecía que por fin habíamos cambiado de tema y que íbamos a concentrarnos en cuestiones inmobiliarias. El optimismo se nos terminó pronto.
-¿Qué hacen diez mujeres cuando se juntan? –preguntó Schenkman sonriente como el gato de Cheshire.
En medio segundo pensé: criticamos a los maridos, descuartizamos a los ex, hablamos de otros tipos, de sexo, de los hijos, le sacamos el cuero a la que no está, fumamos. Marcela, más audaz, intentó una respuesta.
-Nos miramos de arriba abajo para ver quién está más flaca, quién tiene ropa nueva …



-¡Toman el té! –interrumpió triunfante Schenkman, como si con esa respuesta se ganara el premio acumulado del concurso televisivo.
Nos quedamos tan azoradas que no tuvimos tiempo de tentarnos.
-¿Y qué hacen diez hombres cuando se juntan? –volvió a preguntar con sonrisa vencedora.
Supongo que Marcela estaría haciendo los mismos razonamientos que yo: hablan de minas, más específicamente de las gomas de las minas. No tuve tiempo para barajar otras opciones que Marcela ya estaba gritando, ahora ella con cara de premio.
-¡Toman cerveza!
-¡No! ¡Juegan al fútbol! Por eso hay que estar siempre en forma.
Schenkman nos había vencido otra vez. Caminaba orgulloso acariciándose la panza, como si fuera Bruce Willis después de matar a siete albinos. Más tarde, Marcela dijo que Schenkman no había respetado las reglas del razonamiento lógico. Si las mujeres toman el té, los hombres deberían tomar algo. ¿Cómo se le ocurría al enano tramposo cambiar así como así las proposiciones del silogismo clásico?
Mientras tanto, el departamento vacío esperaba con paciencia que nos concentráramos en él. La cocina era de un tamaño comparable al del ascensor. Schenkman nos había dicho por teléfono que la cocina y los baños eran “de época”, o sea que estaban para ponerles una bomba y empezar de nuevo. Sobre la mesada de acero inoxidable había un libro abierto y un cuaderno.
-En dos meses me recibo de abogado. Aprovecho las guardias para estudiar –dijo.
-¿Y la inmobiliaria? –pregunté. Bruce Willis tenía el mismo apellido que el cartel del balcón. Por la edad, supuse que era el hijo del dueño.
-Eso lo hablamos muy claro con mi padre. Coincidimos en que Derecho era la mejor opción para cuando me haga cargo del negocio. Fue duro para mí –siguió, verborrágico. –Yo quería jugar en Platense, de chico decían que era un crack.
-¿Y qué pasó?
-El Shabat. Mi padre nunca hubiera permitido que juegue al fútbol el día de descanso.


-Pero hoy es sábado... –dijo Marcela.
-Una cosa es trabajar para la empresa familiar y otra muy distinta es ir a jugar a la pelota –Schenkman se quedó en silencio, pensativo. No se parecía nada al ganador del concurso Odol de hacía cinco minutos. Había aflojado la panza y la columna, desprovista de la faja, se había curvado. Parecía un chico mirando la pelota desinflada. Nosotras respetamos su silencio y nos fuimos a recorrer los dormitorios y el baño “de época”. No había forma en que Marcela y sus hijos pudiesen entrar en esos cuartos diminutos que, para peor, estaban todos construidos en escuadra. Aunque les cediera el cuarto principal a los chicos, ni siquiera era posible poner una cama derecha, y mucho menos la cucheta triple.


Me estaba acordando cómo había llegado mi amiga a esta situación cuando Schenkman reapareció sonriente y parlanchín.
-¿Y, chicas? Linda vista, ¿no?
-Espléndida –dijo Marcela asomándose por la ventana del baño para poder ver la puntita verde que en el aviso había sido presentada como “vista al Botánico”.
-No te olvides que el toilet tiene ducha. Es importante, con tantos hijos –le dijo Schenkman por cuarta vez, ciego al hecho de que la ducha caía sobre el inodoro y que era mejor dejar de llamar la atención sobre ella.
Quedamos en llamarlo después de haber visto otros departamentos. Era una forma humanitaria de decirle que no íbamos a aparecer más. Volvimos a subirnos los tres en el ascensor, esta vez escuchando los planes de Schenkman para comprarse un departamento igualito a ese cuando se casara y tuviera hijos.
Nos despedimos en la vereda. Schenkman había terminado el horario de guardia y volvía a su casa, la casa donde había nacido, aclaró. Nos tendió una mano fofa y nos regaló su mejor sonrisa. Marcela y yo caminamos en silencio hacia el subte. Sentíamos los ojos de Schenkman clavados en nuestras espaldas, aprovechando por primera vez la perspectiva. Bajamos el primer tramo de escalones escupiendo la risa, tropezando y empujándonos como dos colegialas.
-Buen partido, ¿no? –dijo Marcela cuando pudo recuperar el aliento. Se estaba secando los ojos con el puño del suéter cuando Schenkman, apretando la panza y lapicera en mano, se materializó delante de ella.
-Te olvidaste de darme tu dirección de mail, así te mando la antidieta.
Con las últimas fuerzas que nos quedaban nos subimos al subte justo antes de que se cerraran las puertas.


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